El peronismo en Mendoza atraviesa un momento bisagra. Lo que durante años se discutió en pasillos hoy quedó expuesto a la luz pública: un quiebre interno que generó bronca, decepción y un profundo debate en la militancia. El voto de algunos senadores no fue solo una decisión legislativa, fue una señal política que muchos interpretaron como un alejamiento del pueblo.
La reacción no tardó en aparecer. Redes sociales encendidas, militantes expresando su enojo y un clima de “fondo tocado” que obliga a replantear el rumbo. Cuando un movimiento que nació para transformar la realidad empieza a parecerse al poder que dice enfrentar, la discusión deja de ser cómoda, pero se vuelve necesaria.
También aparece una pregunta central: quiénes representan verdaderamente al peronismo y quiénes solo se amparan en el sello partidario. Esa discusión, que duele y divide, es imprescindible para cualquier reconstrucción sincera. No hay renovación posible sin asumir responsabilidades y sin separar intereses personales de los intereses del pueblo.
En paralelo, el rol de la CGT y del movimiento obrero vuelve a ponerse en escena, ampliando la mirada hacia quienes quedaron fuera del sistema: desocupados, trabajadores informales y sectores históricamente relegados. Sin esa inclusión, no hay salida colectiva posible.
La urgencia es clara. No hay margen para esperar años mientras se profundiza el ajuste y se consolidan políticas que dañan a la mayoría. El peronismo mendocino enfrenta una decisión histórica: transformarse, recuperar su sentido popular y volver a ser herramienta de cambio, o quedar atrapado en sus propias contradicciones.

