El debate sobre la minería en Mendoza vuelve a exponer una distancia cada vez mayor entre el discurso oficial y la realidad. Hablar de controles ambientales sin acceso, sin organismos independientes y sin capacidad real de fiscalización no es una política pública: es un relato.
Prometer que “se puede controlar” sin explicar quién controla, cómo y con qué poder, es desconocer el funcionamiento real del Estado y de los territorios donde se instalan los proyectos extractivos. No existe hoy un sistema de denuncias ambientales que funcione de manera autónoma, ni garantías de que la voz de la comunidad sea escuchada frente a intereses económicos concentrados.
A esto se suma el uso sistemático de falacias para justificar decisiones ya tomadas. Comparaciones mal planteadas, datos incompletos y desconocimiento territorial no son errores inocentes: son herramientas discursivas para legitimar un modelo que no admite debate real.
La experiencia en regiones mineras de países vecinos demuestra que los impactos ambientales no son hipótesis, sino hechos comprobables. Agua contaminada, zonas inhabitables y territorios sacrificados forman parte de una realidad que no puede maquillarse con slogans.
Cuando el poder promete control sin controladores, y racionalidad sin información, el resultado es siempre el mismo: decisiones tomadas a espaldas del pueblo. Y en materia ambiental, ese costo no se puede revertir.

