Voté en contra de la modificación de la Ley 7722 y pagué las consecuencias. No me arrepiento. Si hoy me preguntaran si haría lo mismo, la respuesta es sí, sin dudarlo. Incluso con más fundamentos que en aquel momento.
Entre 2019 y 2021 atravesamos una pandemia que nos obligó a repensar nuestra relación con el ambiente. No fue un hecho aislado: fue la evidencia de qué ocurre cuando se rompen las barreras naturales que sostienen el equilibrio de la vida. Cuando eso sucede, el daño no queda contenido, se expande.
La minería en Mendoza no es una discusión nueva ni exclusiva de un solo espacio político. Hubo proyectos de distintos sectores, incluidos el peronismo y el radicalismo. Lo que cambia no es la intención, sino quién se queda con el negocio. En un momento Cornejo se oponía a la minería; años después, la promueve con un discurso de desarrollo que no resiste análisis.
Las asambleas del agua fueron clave. Tuvieron fuerza territorial, capacidad de movilización y conciencia ambiental. Eso obligó al poder político a retroceder, como ocurrió con la ley que duró apenas días antes de ser dada de baja. Hoy, esas mismas asambleas siguen teniendo conciencia, pero ya no cuentan con los recursos necesarios para enfrentar una maquinaria política, judicial y mediática mucho más aceitada.
El corazón del problema no es solo la minería, sino cómo se modificó la Ley 7722. Al eliminar la prohibición de “otras sustancias tóxicas” y dejar explícitamente solo el cianuro, se abrió la puerta al uso de compuestos como el santato. Sustancias que también separan minerales, pero que implican contaminación del suelo, del agua y del aire.
El control es una ficción. No hay estructura, no hay técnicos suficientes, no hay capacidad real de fiscalización. Se habla de policía minera, pero lo que existe son pocos recursos alquilados y personal sin formación específica. Mientras tanto, se gastan millones en instalar el relato del “sí a la minería”.
Y acá aparece el famoso 3%. Ese porcentaje que se presenta como beneficio económico para Mendoza. Si el gobierno dejara de gastar en propaganda para convencernos, ese dinero ya equivaldría a la supuesta regalía, sin remover una sola piedra ni contaminar una sola gota de agua.
El problema de fondo es que algunos seguimos pensando en el bien común, mientras otros piensan en balances privados. Y ese error, como sociedad, nos cuesta caro.
Mendoza no necesita relatos. Necesita verdad, control real y decisiones que cuiden la vida.


