La realidad económica y social de Mendoza se ha vuelto cada vez más difícil de sostener. La agroindustria históricamente el corazón productivo de la provincia, está prácticamente destruida y estigmatizada, mientras pequeños y medianos productores sobreviven como pueden entre impuestos asfixiantes, tarifas impagables e insumos que duplican su valor año tras año. La reciente quiebra de Bodega Norton es solo una señal visible de un deterioro profundo que lleva años gestándose.
En paralelo, la minería aparece como una promesa que aún no produce un solo peso para la provincia. Incluso si se aprobara la DIA, lo único que comenzaría sería una etapa de exploración que no genera empleo masivo ni desarrollo real. Los defensores de la actividad hablan de regalías que llegarían recién dentro de décadas, cuando el mineral efectivamente sea extraído. Mientras tanto, la agricultura si fuera acompañada por el Estado podría seguir sosteniendo miles de familias, pero hoy está abandonada.
El turismo, otra actividad clave, está muy lejos del relato oficial. Un recorrido reciente por la zona de alta montaña mostró un nivel de ocupación casi nulo. Los titulares optimistas no coinciden con lo que realmente ocurre en hoteles, cabañas o emprendimientos turísticos.
A esto se suma un comercio basado en ropa importada de Chile o Bolivia que no genera valor local, un aparato estatal sobredimensionado sostenido con impuestos de empleados públicos mal pagos, y el avance silencioso del narcotráfico como economía paralela. Es una combinación peligrosa para cualquier provincia que pretenda un desarrollo sano y sostenible.
La Ley 7722, presentada durante años como un límite firme contra la minería contaminante, ya fue modificada por la Corte Suprema al eliminar el paréntesis que prohibía “cianuro y otras sustancias”. Esa grieta legal habilita a funcionarios y empresas a avanzar como si la protección no existiera. En este contexto, el agua —nuestro recurso más estratégico— comienza a quedar también en manos privadas: pozos entregados, empresas extranjeras asesorando sobre la distribución hídrica y un gobierno provincial dispuesto a ceder lo que sea necesario.
La política local tampoco muestra imaginación ni proyecto. No aparecen nuevas ideas, nuevas industrias ni nuevas formas de trabajo. Lo que sí se repite es la defensa de pequeños “kioscos políticos” personales, autos de alta gama y barrios privados. El corto plazo domina todo.
Del otro lado, sectores enteros de la población quedan atrapados: productores que ya no pueden sostenerse, pymes derrumbadas, cooperativas sin herramientas para competir y familias que dependen de sueldos estatales que apenas alcanzan para sobrevivir.
El cuadro es tan delicado que incluso los discursos oficiales parecen desconectados de la realidad. Se habla de “variedad cultural” mientras en fiestas electrónicas circula droga de la mejor calidad; se niega el narcotráfico mientras la policía ve fuegos artificiales cada medianoche anunciando la llegada de nueva mercadería.
La conclusión es inevitable: Mendoza no está viviendo, está sobreviviendo. Y lo que está en riesgo no es solo el presente, sino el futuro de las próximas generaciones. O se recupera la imaginación productiva, el rol del Estado y el proyecto colectivo, o la provincia seguirá profundizando el mismo camino de endeudamiento, entrega y pobreza.
Hoy más que nunca, la reacción debe venir del mismo lugar de siempre: el pueblo, el soberano.


