Hoy me senté frente al micrófono con una mezcla de angustia, lucidez y ese cansancio que nos viene dejando esta realidad política que avanza sin pedir permiso. Escuché a quienes estuvieron en la Legislatura, escuché los relatos de los gremios, de las organizaciones sociales, de los trabajadores que no encajan en ningún molde… y todo converge en una misma sensación: la política está tomando decisiones que nos cambian la vida sin transparencia, sin consensos y casi sin debate.
Mientras acá vivimos una jornada cargada, allá arriba —en Buenos Aires— se reunía el Consejo del Mayo para discutir la reforma laboral. Y no fue casualidad que la voz cantante, la que impulsa esta agenda, sea Cornejo. Tampoco fue casualidad ver a los funcionarios riéndose entre ellos, saltando como si nada estuviera ocurriendo afuera. Y eso duele, porque esas reformas no son chistes: afectan derechos conquistados, afectan a quienes laburan, a quienes sostienen sus hogares como pueden.
Yo lo digo con claridad: la derecha estudia, se prepara y ejecuta, y lo hace con un plan que excede las fronteras de Argentina. Hay discursos calcados en toda la región, votaciones idénticas en la ONU, estrategias idénticas de comunicación. Y mientras tanto, el campo popular corre de atrás, dividido, enojado entre sí, sin asumir errores ni tender puentes.
El tema gremial también quedó expuesto. Hoy los trabajadores organizados todavía no aceptan a los trabajadores desocupados como parte del mismo mundo laboral. Las organizaciones sociales aprendieron durante décadas a sobrevivir por fuera de los derechos laborales tradicionales, trabajando en cooperativas, en fábricas recuperadas, en talleres que sostuvieron miles de hogares. Y la política muchas veces les dio la espalda. La derecha, en cambio, los abrazó discursivamente y los usó. Esa desconexión sigue costándonos cara.
Yo misma lo viví: cuando voté en contra de modificar la 7722, algunos sectores del justicialismo no lo soportaron. Todavía hoy hay enojos que nadie se anima a procesar. Pero alrededor mío había desocupados, trabajadores, cooperativas, barrios enteros que habían encontrado una oportunidad real. Y eso también es pueblo.
Si no nos amigamos entre nosotros —los que creemos en la justicia social, en la protección del ambiente, en la dignidad laboral—, entonces dejamos el campo libre para que los poderosos escriban solos la agenda.
Y mientras tanto, el gobierno avanza. La reforma laboral sin consenso. La megaminería sin licencia social. La violencia institucional, la manipulación mediática, el avance sobre la justicia. Todo consolidado con una mayoría legislativa que no representa la pluralidad mendocina.
Lo veo, lo escucho, lo digo: estamos gobernados por un combo peligroso entre la locura libertaria, la derecha tradicional y el partido judicial. Y eso tiene un costo que no siempre se ve en el momento. Aumentos cotidianos, salarios que no alcanzan, servicios que se deterioran, jóvenes que se van, trabajadores que viven angustiados.
Pero también sé —y lo digo desde la experiencia— que la historia no es lineal. Todo esto puede ser un llamado a la madurez política de Mendoza. Un punto de inflexión donde digamos “hasta acá”. Un límite. Una toma de conciencia.
Y como siempre digo desde este lugar: si no nos reconocemos entre nosotros, si no dejamos de pelear por ego y empezamos a construir desde el nosotros, no vamos a salir de este agujero.
Esta nota es mi aporte a esa conversación que tenemos que animarnos a dar. Porque lo que está pasando adentro de la Legislatura no es aislado: es parte de un modelo que decide sin escuchar. Nuestro desafío es demostrarles que sí hay pueblo del otro lado. Y que no estamos dispuestos a entregar el futuro así nomás.

