La jornada de ayer dejó una imagen imposible de ignorar: una plaza colmada y una Legislatura rodeada por personas de todas las edades. Madres con niños, adultos mayores, familias enteras. No era una movilización violenta ni agresiva. Era gente pidiendo, casi suplicando, que no se avance sobre el agua.
Fabiana Yunes lo expresó con claridad: la primera sensación fue decepción. Decepción al ver que, pese a esa multitud, solo cinco o seis legisladores se hicieron eco de lo que la sociedad estaba expresando. Después vino el enojo. Y, finalmente, la convicción de que no hay que bajar los brazos.
Todavía estamos en democracia. Todavía hay caminos institucionales y sociales para recorrer. Pero esos caminos requieren organización, trabajo colectivo y una decisión firme de no permitir que el agua se rifé ni quede en beneficio de unos pocos.
En ese marco, se abrió una comunicación telefónica con María Eugenia, quien desde hace más de diez años estudia y trabaja sobre la relación entre el agua, la minería y la industria vitivinícola. La pregunta fue directa y necesaria: ¿el uso del agua para la minería va a afectar al vino de Mendoza?
La respuesta no pudo darse con claridad debido a problemas en la comunicación, pero quedó planteada la cuestión de fondo. Mendoza es una provincia vitivinícola, agroindustrial, cuya identidad y economía dependen del agua. No se trata de un temor abstracto, sino de una preocupación concreta sobre el futuro de una actividad central para la provincia.
La pregunta clave quedó flotando en el aire y sigue vigente: ¿existe algún informe técnico, presentado en la Legislatura, que garantice de manera contundente que el agua no se va a contaminar? ¿Algún estudio serio que asegure que, trabajando de determinada forma, el riesgo no existe?
Mientras esa respuesta no aparezca con claridad, la movilización social no es exageración ni fundamentalismo. Es sentido común. Es defensa del agua. Y es, sobre todo, defensa del futuro de Mendoza.

