Hoy Latinoamérica depende, en gran medida, de decisiones que se toman en Estados Unidos. Esa dependencia nos coloca en una posición de debilidad muy difícil de manejar, no solo por el contenido de esas decisiones, sino por el tiempo en que ocurren: la rapidez con la que se suceden los hechos cambió las reglas del juego.
Antes, determinados procesos llevaban meses o años. Hoy podemos estar discutiendo un tema y, cuando termina la conversación, ya se aprobó o ya avanzó varios pasos más. Los actores y las ideas pueden ser los mismos, pero las acciones son más duras, más veloces y, por eso mismo, más difíciles de frenar. Esa velocidad impide reaccionar. Los gremios no alcanzan a organizarse cuando ya se produjo un nuevo avance.
En ese marco, preocupa también la inestabilidad dentro del Congreso. Hay legisladores que no terminan de definirse, incluso dentro del peronismo, cuando en materia laboral el peronismo tiene una identidad histórica clara: la bandera del trabajo. Esa bandera se construyó con Juan Domingo Perón, primero como ministro de Trabajo y luego como presidente, impulsando derechos que marcaron una época: vacaciones, aguinaldo, obra social, jubilación, vivienda.
Lo que hoy se discute, justamente, es el sentido de esos derechos. La reforma laboral no aparece sola: se la vincula con una reforma previsional y con cambios tributarios. El resultado que se describe en el debate público es preocupante: menos protección, peores condiciones y una economía orientada a profundizar desigualdades.
La reacción social y sindical puede llegar, pero el problema es el ritmo: los hechos avanzan más rápido que la capacidad colectiva de respuesta. Por eso es relevante cuando se logra confluencia. Hace tiempo que no se veía a la CTA y la CGT coincidir en una acción. Sería deseable que esa unidad no fuera excepcional, sino sostenida: un bloque común, un rumbo compartido, una estrategia permanente.
También aparece un punto de alarma: hay sectores de la clase trabajadora que no se sienten representados y no participan de las decisiones sobre el reclamo de sus derechos. Si parte del mundo del trabajo queda afuera, el debate se vuelve más frágil y la defensa de derechos se debilita.
En paralelo, el propio discurso presidencial reconoce un punto central: cuando se advierte que lo van a acusar de generar desigualdad si el plan económico “funciona”, lo que se deja planteado es que el plan tiende a la desigualdad. Y la discusión sobre la reforma laboral se vuelve una prueba concreta de ese rumbo: ¿se consolida un modelo donde el rico se vuelve más rico y el pobre más pobre?
En Mendoza, además, se suma otra preocupación: el uso discrecional de recursos públicos. En el debate mencionado aparece un ejemplo puntual: un plus salarial de alrededor de 1.200.000 pesos para profesionales de la Asesoría de Gobierno y un monto equivalente a la mitad para empleados administrativos del área, decisión tomada en la Legislatura y difundida por un medio provincial. Más allá del caso específico, lo que se cuestiona es el patrón: beneficios para pocos, opacidad y arbitrariedad como método.
A esto se agregan otras normas que avanzan, como la ley de Presupuesto, señalada también por presuntas irregularidades. La sensación general es que se acelera un proceso de “destrucción” institucional y social, especialmente sobre quienes están en situación de mayor vulnerabilidad.
Porque al final del día, el país se sostiene sobre el trabajo. Se repite desde hace décadas: de esta se sale trabajando, no con despidos ni con recortes de derechos. Y, sin embargo, los sectores que hoy aparecen más maltratados son justamente los más débiles: personas con discapacidad y jubilados. Son quienes peor la están pasando, con un cierre de año durísimo y una perspectiva que no mejora.
Frente a este escenario, informarse bien, debatir con seriedad y construir respuestas colectivas no es un detalle: es una necesidad.


