En Mendoza, la política ya no se disfraza de diálogo: se impone por decreto.
La reciente reforma laboral, impulsada por el gobierno de Cornejo, expone un modelo que no solo precariza el trabajo estatal, sino que institucionaliza el miedo.
Detrás del discurso de la “eficiencia” y la “modernización” se esconde una estrategia más profunda: concentrar el poder y silenciar toda forma de disidencia.
El gobernador estableció un protocolo para que los jefes de cada área puedan pedir la exclusión de tutela sindical, es decir, quitar la protección que tienen los delegados.
Esa práctica, que debería ser una excepción bajo causales concretas, hoy se usa como herramienta política.
Y aunque en términos formales sea legal, su aplicación es arbitraria y abusiva.
La ley es clara: la patronal debe demostrar que no existe persecución gremial.
Pero en Mendoza sucede al revés.
Los fallos judiciales repiten la misma frase: “no se probó la persecución sindical”, como si la carga de la prueba recayera en las víctimas.
Un solo organismo llegó a tener nueve exclusiones simultáneas.
Eso no es administración: es persecución.
Y ocurre en una provincia donde la Justicia se encuentra bajo presión política directa.
Cornejo llegó incluso a acusar públicamente a jueces de ser “propagos”, anticipando fallos y exhibiendo un poder que ya no encuentra límites.
Como se dijo en el programa: “La Legislatura ya no es un espacio de debate, es una escribanía.”
Mientras tanto, el discurso oficial promete fortalecer el sector privado, pero la realidad es otra: cada vez hay menos empleo genuino.
El trabajo público se convierte en refugio, mal pago y condicionado por la obediencia.
Y el costo de esta maquinaria recae sobre los trabajadores y el conjunto de la sociedad.
Los números hablan: el gobierno provincial debe más de 25.000 millones de pesos en sentencias judiciales por malas prácticas contra empleados estatales.
No las pagarán los funcionarios responsables; las pagará el pueblo mendocino.
Por eso, el apuro en modificar la Ley 560 no es técnico ni moral, es económico.
La nueva norma reduce indemnizaciones, elimina derechos adquiridos y debilita la carrera administrativa.
Un trabajador despedido ya no tendrá derecho a salarios caídos, apenas a una compensación mínima.
Y los empleados temporarios quedan aún más expuestos: el Estado blanquea la precariedad como sistema.
Mientras la vicegobernadora dice votar “por mérito”, la realidad es otra.
En la Legislatura se crearon más de 35 cargos nuevos fuera de escala, con sueldos de entre cuatro y cinco millones de pesos.
Coordinadores sin concurso, designaciones discrecionales y un silencio mediático que normaliza el abuso.
Así, el poder se multiplica mientras la institucionalidad se vacía.
Cornejo aplica sus reformas como una vacuna: dosis pequeñas, repetidas, que adormecen a la sociedad.
Cada cambio parece menor, pero en conjunto reconfiguran la estructura del Estado.
Y cuando la sociedad reaccione, el daño ya estará hecho.
En paralelo, los sindicatos siguen divididos y paralizados.
La amenaza no es solo para el salario: es para la existencia misma del gremialismo.
Se eliminan las paritarias, se limita el derecho de huelga y se cuestiona la legalidad de las protestas.
Es el fin de una era, si no hay reacción.
Detrás del lenguaje tecnocrático, el mensaje es claro:
👉 no buscan eficiencia, buscan obediencia.
Y mientras el miedo sea el método y la sumisión la moneda, Mendoza no tendrá democracia, tendrá poder absoluto.
El desafío es romper ese silencio, recuperar la organización y volver a entender que cuando el poder no tiene límites, lo que se pierde es el pueblo mismo.


