El 26 de octubre no fue solo un día de elecciones. Fue un día en el que más de la mitad de la provincia de Buenos Aires estaba bajo el agua, literalmente. Barrios enteros inundados, transporte interrumpido y miles de personas sin poder salir de sus casas.
Esa imagen, silenciada por los grandes medios, explica mucho de lo que pasó en las urnas. Porque el voto no es solo una decisión política, es una combinación de factores que incluyen lo emocional, lo social y lo material. Y cuando las condiciones de vida impiden ejercer ese derecho, lo que se altera no es el resultado: es el sentido mismo de la democracia.
De los 13 millones de bonaerenses habilitados a votar, solo 7 millones lo hicieron. No hubo un aumento notable del voto en blanco o nulo ,al contrario: fue menor que en otras elecciones, pero hubo algo más preocupante: una ausencia que no se explicó.
El diario Los Andes marcó que el 10% de los votos fueron blancos o nulos, un número inusualmente alto en Mendoza. Cornejo lo señaló esa misma noche: “Nos preocupa el voto en blanco y nulo”. Pero lo que debería preocuparnos más es el voto que no se emitió.
Mientras tanto, en Buenos Aires, el agua cubría las calles y las diferencias sociales marcaban quién podía o no llegar a una escuela.
El gobernador Kicillof, consciente de esa situación, subió al escenario y dijo: “No es para desesperar.”
Y tenía razón: su territorio estaba, literalmente, inundado.
Bahía Blanca, por ejemplo, volvió a votar a Milei, aun después de las inundaciones y de la asistencia directa del propio Kicillof. Es un territorio con una fuerte impronta de derecha, una constante que ya no sorprende. Pero detrás de esos números hay algo más estructural: una crisis de representatividad que se repite en todo el país.
Siete millones de bonaerenses no fueron a votar.
Siete millones que, por distintos motivos, quedaron fuera del sistema político. Algunos por falta de medios, otros por desinterés o descreimiento, otros por pura resignación.
Y aunque esa ausencia no sea una crítica consciente al sistema, termina funcionando como una forma de consentimiento pasivo: quien no vota, también define.
En Mendoza, el 57% acompañó la alianza Milei–Cornejo. En Buenos Aires, la diferencia fue de apenas un punto. Pero el dato más importante no está en las cifras, sino en lo que esas cifras esconden: la desigualdad estructural que determina quién puede participar y quién no.
El voto que no llegó dice mucho más que el que sí.
Habla de una ciudadanía golpeada, cansada, desconectada de un sistema que ya no la representa.
Habla de un país en el que, cuando llueve, la democracia se vuelve inaccesible para millones.
Y mientras sigamos sin mirar ese problema, seguiremos contando votos sin entender el fondo: que no todos pueden votar, y que ese silencio —ese voto bajo el agua— también es una forma de decir algo.


